A veces la búsqueda de la propia identidad se convierte en la entrada a un laberinto del que resulta casi imposible salir. Impelidos por una oscura necesidad de dar respuesta a la pregunta de «quienes somos», traspasamos un umbral tras el que existe un paisaje desconocido, pero que nos atrae irremisiblemente. Volvemos la vista hacia el pasado, pero sólo alcanzamos a vislumbrar jirones de la Tradición que la Modernidad ha difuminado casi por completo. Así, armados sólo de voluntad, intentamos asir con fuerza el hilo de Ariadna, único anclaje que evitará que nos perdamos para siempre en esa tierra ignota. Y ese hilo de Ariadna no es otro que el conocimiento científico.
Desde el siglo XIX el redescubrimiento, la comprensión y la reivindicación de las diferentes naciones de Celtiberia ha sido uno de los ejes del pensamiento y la acción política del estado español. Otro ha sido su ninguneo. Fueros, división provincial, cantonalismo, federalismo, independentismo, unitarismo, centralismo han sido proyectos y propuestas presentes en los dos últimos siglos. Pero la aproximación a la realidad de cada una de las naciones, o de Celtiberia en su conjunto, se ha producido desde diferentes perspectivas, a menudo contradictorias entre sí, bajo las que subyacían determinadas ideologías que van de lo religioso a lo político. Obviedades por todos sabidas. Andalucía no ha sido una excepción en estos procesos.
Cuando una estructura política es fuerte, ideológica y étnicamente coherente, penetrada por una visión mítica (o mística) de la realidad y del sentido de su devenir en la Historia, actúa en ella una energía centrípeta que empuja al conjunto de su población, abstracción hecha de minorías inasimilables, a sentirse integrado en un proyecto común y a cada uno de sus individuos a buscar un lugar preciso en su seno, intentando encarnar de la mejor manera posible los valores de dicha sociedad, sentidos y queridos como propios. Es el caso de la Corona de Castilla, desde su «prehistoria» galaico-asturicense hasta más allá del siglo XVI. Cuando una estructura tal se debilita, su «mito» deja paulatinamente de ejercer atracción y los hombres se van alejando progresivamente hasta no reconocerse en ella. Desaparecidos el empuje de la Reconquista y la Misión Imperial, y sumida Hispania desde el siglo XIX en una, por así decir, «parálisis histórica», algunos espíritus meridionales buscan otros paisajes donde reconocerse y reencontrar un sentido «más ilusionante» a su transcurrir por este mundo. Y traspasan el umbral. Y «redescubren» que, en verdad, ellos nunca pertenecieron a las estirpes de reconquistadores, y que sus antepasados jamás sangraron en los Tercios. Ellos, en verdad, eran «el otro», humilde, culto, y eternamente derrotado. Pero que siempre permaneció allí. El verdadero andalusí, que sólo en aquel retazo del paraíso, en la ensoñación de Al Andalus, tuvo ocasión de mostrar al mundo su verdadera faz. O en la Atlántida tartésica. Y se comienza a trazar una interpretación histórica del propio pueblo que bascula entre el discurso del eterno «humillado» y el del paraíso perdido. Sólo bastaba rebuscar un poco para que el verdadero pueblo andaluz se manifestase en su plenitud, arteramente acallada durante siglos de opresión y etnocidio. Bastaba mirar alrededor para constatar cuan ingente era la cantidad de testimonios que avalaban la especificidad, la nacionalidad, o más aun, (Andalucía: Más que nacionalidad, como reza el título de una obra de José Luis Acquaroni) andaluza.
Sin embargo, en algún momento impreciso de esa búsqueda se había dejado caer el hilo de Ariadna. Si la ciencia histórica ha demostrado hasta la saciedad la vastedad del proceso de sustitución étnica verificado en Andalucía, lo que la investigación genética ha corroborado hasta hoy, simplemente se obvia. Si la antropología cultural ha establecido la exacta equivalencia, y la coherencia de las transformaciones que llevan a divergencias, entre los grupos humanos que ocupan las tierras de la Meseta, de Extremadura y de Andalucía, pues se obvia también. Y si los lingüistas no pueden tomarse en serio la existencia de una lengua andaluza derivada de de un romance propio de «Andalucía» (región que, por lo demás, sólo tiene una realidad administrativa, en absoluto histórica, ni etnológica), pues entonces se trata de inquisidores siempre a la búsqueda de imponer sambenitos[1].
La reconstrucción de la identidad perdida, en verdad un pretendido desvelar lo que nunca se perdió, afecta algunos, tampoco muchos, ámbitos. Pero si existe uno llamativo, pintoresco, es el de lengua. Por un lado, hay quien sostiene que los rasgos diferenciadores de las hablas andaluzas son consecuencia de un verdadero y propio proceso de dialectalización del castellano, originado esencialmente por una presión del sustrato popular pre-castellano que habría transformado la lengua de los «amos feudales del norte», dándose así origen a un dialecto diferenciado con sus variantes. Otros van más allá: las hablas de Andalucía procederían directamente del romance hablado durante el periodo musulmán en Andalucía (sólo notar aquí que se mantiene constantemente borrosa la distinción geográfica entre Al Andalus y la Andalucía de hoy), que habría acabado imponiéndose a la lengua de los conquistadores castellanos. Se ha llegado a afirmar, pásmense, que el Poema de Mio Cid o el Poema de los Infantes de Lara pertenecerían, junto a otros, a una épica andaluza de quizás, quien lo duda, lejanas raíces árabes, presuntamente escrita en romance andaluz, habiéndose traducido al castellano tardíamente. Las posiciones y los gustos son múltiples y variados. La lengua, con sus características propias, sería así el testimonio vivo de la existencia de un pueblo andaluz, irreducible al castellano.
Sin embargo, quizás las cosas no estén tan claras. En toda lengua, las transformaciones fonéticas, que pueden estar provocadas por diferentes causas, provocan unas «incoherencias» en el sistema que son resueltas mediante otras innovaciones. Estos procesos pueden tener alcance general o local en función de muchos factores. Y el castellano de la mitad sur de la península se vio afectado por unas transformaciones que se expandieron por todo el ámbito lingüístico y otras no. Y estas transformaciones no tienen por qué estar relacionadas directamente con la existencia de sustratos étnicos, como se ha podido constatar en fenómenos de cambio de muchísimo más alcance, como los procesos de mutación consonántica verificados en alguno dialectos griegos o, ésta es la opinión del abajo-firmante, en el caso de la mutación consonántica germánica. Frente a la dinámica «disgregacionista» «dialectalizante» de estos fenómenos sólo es eficaz el establecimiento de una clara norma general, que, por lo demás, fue el caso del castellano. Lo que está completamente fuera de lugar es construir un discurso nacional o étnico a partir de estos fenómenos. Ni en el sur, ni en el norte.
Pero vayamos a los datos concretos. No siendo este un trabajo especializado, ni muchísimo menos, nos limitaremos a resumir los datos que ofrece Rafael Lapesa[2]. Lo primero que habría que señalar es que los rasgos característicos de las hablas andaluzas, esencialmente fonéticos, pertenecen al grupo de rasgos propios del denominado «castellano meridional», que se habla, grosso modo, al sur del Sistema Central. «Un cambio radical del consonantismo, iniciado ya en la Edad Media, pero generalizado entre la segunda mitad del siglo XVI y la primera del XVII, determinó el paso del sistema fonológico medieval al moderno» (Lapesa, op. cit. p. 370). Yeísmo (pronunciar [yáve] por llave), aspiración de la /-s/ implosiva, que a su vez provocó ciertas aperturas y prolongaciones de vocales y creó transformaciones morfológicas: el plural no lo marca la -s sino el timbre y la cantidad vocálica, mientras que en la conjugación, tras perderse la -s, la segunda persona se diferencia de la primera y tercera por la apertura vocálica, neutralizaciones de /r/ /n/ y /l/ (pronunciar [kánne] por carne o [gorpe] por golpe), relajación de las sonoras interiores (pronunciar [vestío] por vestido)y preservación de la aspiración de la /h/, (pronunciar la h de ahogar de forma aspirada), arcaísmo que se perdió en las Castillas Vieja y Nueva. Todos estos rasgos, esenciales en la caracterización de las hablas de Andalucía son comunes en distinto grado según comarcas a las hablas de Castilla La Nueva, Extremadura Murcia, Andalucía y Canarias, e incluso en enclaves de Ávila al norte de la sierra, constatándose su existencia ya en algunos casos ya en el Toledo del siglo XII. Por otro lado los cambios fonéticos bajomedievales del castellano no son privativos del habla del sur. Por ejemplo, (Lapesa, op. cit, p. 373) el aflojamiento deafricadas en fricativas, que conduce de coç a coz, se producen en el norte y la meseta septentrional de manera independiente al fenómeno andaluz en el siglo XV. En cuanto a los rasgos susceptibles de ser individualizados estrictamente en el ámbito geográfico andaluz se reducen a unos pocos que, por lo demás, tampoco corresponden a la totalidad del territorio de las ocho provincias. Muy tardía es la aparición y consolidación del seseo y el ceceo, pero su imposición rápida y arrolladora. Escribe Lapesa (op. cit. p. 375): «Arias Montano, nacido en 1527, dice que siendo él mozo, los andaluces, incluso los sevillanos, distinguían s, z y c como los toledanos y los castellanos viejos; pero que veinte años después las confundían, si bien cuando el escribe (1588) la pronunciación antigua se mantenía “entre buena parte de los ancianos más graves y entre los jóvenes más educados». La relajación de la /?/ (el sonido de la letra ch) que se convierte en /š/ (el sonido que en la grafía inglesa correspondería a sh) que produce en Andalucía [nóše] por «noche». El resto de rasgos reseñables propios del occidente andaluz serían los desplazamientos de acento en algunas formas verbales ([véngamos] por vengamos), en el oriente la desinencia -eis o por -ís (decir venéis por venís) (algo propio también en algunas zonas de la Mancha) y una terminación distinta de la segunda persona de plural del perfecto. Y poco más. Muy poco, nada en verdad, para caracterizar una lengua distinta al castellano y, para algunos, procedente del mozárabe andalusí.
Sea como fuere, más allá de las argumentaciones y los debates, lo que subyace, en el fondo, es una elección. La elección de una identidad a (re)-construir, en verdad de una quimera, con materiales diferentes a los que sirvieron para crear, con sus luces y sombras, la Andalucía reconquistadora, repobladora, castellana. La Andalucía europea. La Andalucía real.
Es preciso reconocerlo: a veces, lamentablemente, el sueño de la identidad produce monstruos.
Olegario de las Eras